12 febrero 2007

A 23 años de la partida de Julio Cortázar, el más grande cronopio

El 12 de febrero de 1984 partió a la inmortalidad, en París, Julio Florencio Cortázar, uno de los más grandes escritores del siglo XX. A pesar de todos y de nadie, de los cronopios y su querido Buenos Aires. Sin importarle aquella leyenda que decía que él nunca moriría, que era un eterno niño, y de la cual incluso Gabo y Carlos Fuentes habían sido partícipes. Han pasado 23 años desde ese día y la promesa de recordarle con una sonrisa en el rostro sigue vigente.

“Es tan difícil ser justo con la felicidad”, decía Julito en Rayuela, con la inconmensurable certeza de que ni Oliveira, ni la Maga, ni incluso Rocamadour disentirían de eso que se puede llamar una verdad del día a día y, por lo tanto, una sentencia que suele pasar inadvertida.

Tal vez ahí, el más exquisito valor del creador de Historias de cronopios y de famas, ya que a raíz de esa severa visión del mundo, ausente de indulgencia y liviandad, Cortázar podía darle el sitial que se merece a tamaño sentimiento. Eso sí, sin cursilerías –a veces hermosas- pero con mucha consecuencia en su lugar.

Alguna vez dijo que no todo estaba perdido si aceptábamos que así era, si a pesar de esa terrible certeza tragábamos saliva y certificábamos la realidad y, luego de unos instantes de angustia, de duelo, empezábamos la búsqueda de una nueva salida, hacia la esperanza.

Quizá por eso el autor de Bestiario observaba atentamente el dolor del mundo y contestaba con una sonrisa, para no hacer las cosas más trágicas, para decirle adiós a la solemnidad. Porque en el humor encontró esa gran llave que necesitaba, no solo él sino, América Latina para reinventarse.

Esa forma tan dulce e irónica de transgredir, literatura en la que incluso las máquinas podían hacer huelga, los conejitos multiplicarse como si saliesen del sombrero de un mago, el mundo, sí el Mundo (la rayuela) convertirse en un gran juego, en esa espléndida excusa para saltar, perder, vivir y morir, y recrear al planeta y a uno mismo. Comenzar desde el final, el principio o en algún rincón perdido de la razón, porque como mencionaría Beckett en Esperando a Godot: "a veces es necesario perderse para encontrarse".

Cortázar inició la magia de la complicidad, le dijo al lector 'dale y contéstame, dime lo que piensas' para que la fascinación -e incluso el desacuerdo en forma y fondo- de miles de jóvenes por su obra, lo bañara a lo largo de su inmensidad.

Ese era Julito, quien con Octaedro y La vuelta al día en ochenta mundos hizo del arte una viñeta y de la literatura una excusa, para encantar y cabalgar a bordo de un París que no acaba nunca, de una fantasía, en cofradía.

TANTAS VECES JULIO. “Acababa de terminar mi primer libro de
cuentos, me sentía lleno de ciertas ataduras, con ciertos temores de infringir la regla, el academicismo, la sintaxis, la gramática, y Cortázar fue para mí una especie de ventarrón de libertad con su manera deshilachada, rota, de crear un párrafo, sobre todo en sus relatos, que es lo que yo leí en ese momento”, contaba Alfredo Bryce Echenique en una entrevista, hace ya bastantes años.

Pero no solo a él conmovió el gran maestro, sino al mismo Jorge Luis Borges, quien de alguna forma había implantado las reglas de una literatura mucho más solemne, sombría, intelectual.

Cuenta el creador de El Aleph que, una tarde de mil novecientos cuarenta y tantos, cuando laboraba como secretario de redacción de una revista literaria, se presentó un muchacho muy alto trayéndole un manuscrito. Ante esto, Borges le pidió regresar en diez días, luego de los cuales, Cortázar recibiría su opinión. Honda –y grata- fue la sorpresa al verlo entrar, tres días antes, por la misma puerta.

“Le dije que su cuento me gustaba y que ya había sido entregado a la imprenta. Poco después, Julio Cortázar leyó en letras de molde Casa Tomada con dos ilustraciones a lápiz de (mi hermana) Norah Borges. Pasaron los años y me confió una noche, en París, que ésa había sido su primera publicación. Me honra haber sido su instrumento”, sentenció el maestro.

MATASANOS, AUTOPISTAS Y OTRAS SALSAS. Julio Cortázar parecía la darle contra todo, incluso a la lógica misma. Años antes, había empezado su gusto por la lectura y, dado que era un niño muy enfermizo y pasaba grandes temporadas en la cama, devoraba cada ejemplar que su madre le facilitaba. Tanto así, que un médico le aconsejó dejar de leer por un tiempo.

Pero esto duró muy poco, siguió leyendo y escribiendo poemas, cuentos e incluso una novela que su madre siempre escondió, para evitar que ya adulto la destruyese. Pero antes de este feliz episodio ocurriría lo elemental, la duda de su madre ante tamaña creación artística de su vástago y, pese a que este le aseguró que los escritos eran suyos, ella pensó que no era así. Esa fue la primera gran decepción de Cortázar, algo que más tarde describiría como el “descubrimiento de la muerte”.

Pasarían los años y, ya en Francia, publicaría Todos los fuegos el fuego, una de sus obras maestras. Precisamente uno de los cuentos de este volumen, titulado “La autopista del sur”, fue elogiado por gran parte de la crítica y llevado al cine más tarde. Pero lo más interesante –y anecdótico, es que dos meses después de la presentación del libro, viviría en carne propia en París, un atolladero de semejantes proporciones por un lapso de más de cinco horas.

La ‘venganza del destino’ podrían decir muchos, lo cierto es que el autor de Queremos tanto a Glenda le recordó las madres a los funcionarios de la Municipalidad y del Gobierno, conversó durante horas con sus ‘vecinos’ de pista, socorrió con agua a algún niño víctima del calor, pidió algún cigarro a sus compinches de asfalto.

Sí, vivió lo mismo que los personajes del cuento, por primera vez. Ahora entendía las grandes puteadas de sus amigos, cada vez que lo recordaban por estar enfrascados en tamaña situación.



CORTÁZAR Y LOS GATOS. Los amaba, quizá porque se le parecen mucho en lo solitario y aparentemente inmortal, en lo exagerado y juguetón, en lo tiernamente flojo. La postal con Franela (su gato), tomada por Ulla Montan en París, en 1981 es entrañable.


Sin embargo, una foto tomada en 1976 en esa misma ciudad es todavía más elocuente en ese sentido. Muestra a un Cortázar hogareño, juguetón, con la cámara de fotos en la mano. Recostado a un lado de la pared en fascinante comunión con un minino, quien sabe el mismo.


ARTE POÉTICA. Cortázar pudo haberse equivocado en algún momento al opinar políticamente de Cuba pero eso era y nada más, el error de un hombre, un hombre culto pero quizás algo ingenuo y soñador. Pese a esto, su obra está incólume, no solo por la majestuosidad de sus historias, por la capacidad de abstracción de sus personajes, por el diálogo con la realidad y la ficción.


Porque a diferencia de muchos otros tenía un trabajo finísimo con el lenguaje, convirtiéndolo en uno de esos escritores preciosistas por excelencia. Para muestra un botón: “No pregunto por las glorias ni las nieves, quiero saber dónde se van juntando las golondrinas muertas”. Y es que, el “argentino que se hizo querer por todos”, es de aquellos genios que dan para llenar la libreta o subrayar a más no poder el libro.

“Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción”, comentaba García Márquez en el prólogo homenaje del libro Todos los fuegos el fuego, de editorial Norma.


Ahí también menciona que se debe recordar a Cortázar sin solemnidad ni homenajes póstumos, pues este moriría de nuevo, esta vez de vergüenza, de solo verlos.




Desde ya, esta página le hace llegar sus disculpas por si llegara a incurrir en tamaño desencuentro y reitera, no sin antes levantar el volumen a Thelonious Monk, escuchar su piano como una piedra en la oreja y excomulgar a tanto indiferente, a tanto fama que anda por ahí.

Por eso desde ese día, Charlie Parker, Henry James y Fitzgerald -y poco después Eielson- tocan junto al gran Cronopio, en el más allá. Como siempre, como la vida en un eterno derruir que no dice basta, que no duerme, que se deshace en la tinta fiel de aquél caballito de juguete que nos espera en algún lugar.


Y es que sí: "Hace muchos años nos citamos esta tarde. Es verdad. No importa cuando, porque ya ves que no pudimos olvidarlo y aquí estamos puntuales".

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